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De vuelta


El taxista que me llevó del hotel al aeropuerto me ofreció una última visión de Venezuela bastante desoladora. Habló de lo que le ha tocado gastar para comprar repuestos para el carro: mucho más de lo que gana en una semana; de cómo por haber firmado para el referendo la cooperativa de taxis a la que pertenece le niega la venta de repuestos a precios regulados o cualquier beneficio extra; de lo imposible que se vuelve la búsqueda de comida, los precios, la escasez. Y de una manera bastante lúcida habló del papel de las fuerzas armadas que están al servicio del gobierno, de cómo los militares, que controlan el abastecimiento, son bachaqueros de cuello blanco; mencionó el hecho de que a los que están montados en el poder les conviene que todo siga tal como está: ellos controlan todo y se enriquecen a expensas del pueblo. Por supuesto, habló de la inseguridad, de ese toque de queda voluntario, donde la gente ya no sale de noche, de los secuestros, los asesinatos. Y concluyó diciendo que lamentablemente la gente está demasiado ocupada tratando de hallar qué comer como para salir a la calle a protestar. “Pueblo con hambre no pelea, pero algo va a pasar pronto y va a correr sangre. Es la única manera”, afirmó como quien se prepara ya para una guerra inevitable.

Yo por mi parte me despedí de Venezuela con la profunda tristeza con que me voy cada año, con la incertidumbre y la indignación de siempre. Me queda la imagen de mi último atardecer allí, hermoso y feroz, mostrando esa terrible quietud antes de la tormenta.

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